Tercer viaje a Bolivia: Crónica de una frustración (7-2000)

Antes que nada creo conveniente aclarar porque este viaje al centro del continente sudamericano ha sido rotulado como tercero. Sí, usted adivinó correctamente, porque previamente ha habido otros dos. El primero de ellos fue en el verano de 1977-1978, época en la que el suscrito estrenaba sus inolvidables veinte años caminando por los senderos de América. Obvio que hay crónica escrita de ese viaje, usted me conoce, no podría ser de otra manera, pero aún no he encontrado tiempo de pasar a computadora las 200 o 300 páginas que conforman mi diario de viaje de esos años. Por ese motivo no lo ha leído nadie más que yo, y a veces me sorprendo y me enternezco al abrir esas amarillentas páginas y descubrir, más de veinte años después, cuanto ha cambiado mi manera de mirar las cosas con el tiempo. Parece el observar de un extraño.
El segundo viaje fue exactamente hace un año, con un grupo de brasileños y con el objetivo excluyente de subir montañas.
Normalmente, todos los diarios de viajes, incluyendo todos los míos anteriores, acatan la fórmula clásica que consiste en, bajo un subtítulo del tipo “Lunes tanto de tal mes” describir en pasado del indicativo lo ocurrido en ese día. Pero en esta oportunidad prescindiré de la fórmula clásica, y lo haré por tres motivos. El primero es que nada de notable sucedió en este viaje y por lo tanto, de no ser por mi enfermiza manía de agarrar la lapicera en la primera mesa de bar que se presenta, este viaje no debería haber merecido racconto alguno. Para seguir, porque las pocas cosas más o menos interesantes, las escasas reflexiones más o menos inteligentes que soy capaz de hacer sobre la ciudad de La Paz o sobre Bolivia en general, las he hecho el año pasado y sería tan aburrido para mí repetirlas como para mis lectores frecuentes releerlas. Y el país no ha cambiado nada en un año, francamente, para merecer nuevos comentarios. El tercer motivo para olvidar este viaje, para relegarlo al rincón de los recuerdosindeseados que no se comparten ni con el analista –y menos aún con corresponsales internéticos- es que terminó siendo una gran frustración, como vosotros iréis percibiendo a medida que el relato avance. ¿Y a quién le gusta compartir frustraciones?
Llegué a La Paz el miércoles 19 de julio a la tarde desde San Pablo. Una de las características de La Paz, es que 95% de las maletas que llegan a la cinta transportadora del aeropuerto son mochilas, la mitad de ellas con piquetas de montaña y bastones de caminata. Pocos aeropuertos del mundo pueden vanagloriarse de lo mismo. Katmandú debe seguramente ser otro.
Ese día a la noche sentí un poquitito la altura, pero cené y me fui a acostar, sabiendo que una buena noche de sueño cura totalmente el soroche.
Al día siguiente, jueves, pasé por la sede de la agencia con la que había contratado la expedición, que constaba de tres días de caminata en la Isla del Sol, en el lago Titicaca, luego cuatro días en el Parque Condoriri subiendo dos cumbres si daba, y finalmente otros dos días para subir o intentar subir el Huayna Potosí (6044 msnm) en las afueras de La Paz. Cual no sería mi sorpresa al enterarme que la expedición se cancelaba por ser yo el único cliente. Los insulté en cinco idiomas porque podían haberme mandado un correo electrónico y evitado el viaje inútil. Me devolvieron el anticipo y pagaron la mitad del pasaje aéreo. Pero eso no arregló nada, realmente. Estaba sólo en La Paz y sin nada útil para hacer. Recorrí la zona donde están las agencias que se dedican a este tipo de cosas y sólo hallé una que tenía uma caminata de tres días por la montaña. Lo malo de esto es que estaría subiendo a altura con menos de 48 horas de aclimatación en La Paz, lo que no es razonable. Pero no tenía alternativas, así que agarré viaje.
Salimos el viernes por la mañana llegando al campamento base del Condoriri (4600 msnm) a la tarde. Yo ya había estado en ese lugar el año pasado. Esta vez tuve un poco de dolor de cabeza, una puntada en el centro de la frente, consecuencia de la poca aclimatación. No tenía vómitos ni diarrea ni nada serio, pero un dolor de cabeza que me dejaba lento, sin ganas de comer o hablar. La tarde estaba horriblemente fría y ventosa, como ya es costumbre en Condoriri. Muy fría realmente, de congelar el agua y los dedos. Tan molesto estaba con mi soroche que no tenía fuerzas para sacar la libreta y escribir, ni para sacar la cámara y fotografiar. Y para ello había subido con un cuerpo, tres lentes y hasta un trípode pequeño –el que me regaló Manolo en Toulouse-. Ni fotos ni notas, ¿Comprenden lo mal que estaba?
Pasé toda la noche con ese fuerte dolor pero amanecí bien. Sin embargo, decidí no arriesgar y no continuar la caminata, ya que el sábado había que sortear mil metros de desnivel (de 4600 a 5200, luego bajando a 4700 para volver a subir a 5000 y terminar el día a 3500 msnm) y lo más probable es que el dolor volvieses. Y no habría retorno posible más allá del campamento base. Desayuné, me despedí de mis compañeros de caminata –una joven pareja de suizos con dos meses en Bolivia y por tanto perfectamente aclimatados-, hablé con un grupo de catalanes que bajaban y me uní a ellos.
Debo decir que me molestó muchísimo la falta de educación de los catalanes. Salvo esporádicos recreos en que usaban el castellano –y es claro que eran todos tan fluentes como yo en la lengua de Cervantes- para darme oportunidad de meter un bocadillo, se comunicaban el tiempo todo en la lengua de mi bisabuelo, que yo no comprendo en absoluto. A medida que descendíamos, el fortísimo viento del altiplano se hacía un poco menos agresivo, aumentaba la temperatura, el entorno se volvía más humano, aunque los charcos a los lados del río continuaban congelados y uno andando a ritmo rápido con dos camperas de montaña y sin sentir calor. El vigor retornaba al cuerpo, la voluntad y el ánimo también. El hijo del mulero bajó conmigo y una de las mulas, cargando los bultos pesados. El chico tiene trece años, me dijo –la edad de Federico- y trabaja de mulero con el padre en la montaña. El frío horroroso de la mañana, que a mí me hacía tiritar pese a estar protegido con lo mejor que las tiendas de Nueva York tienen para la ocasión, él lo resistía con sandalias, huecas por todos lados, y sin medias. Carajo, pensé.
Llegamos al medio día a un caserío –cuatro ranchos de adobe- llamado Tuni, donde los campesinos nos sirvieron una sopa mientras aguardábamos la llegada del transporte que los españoles habían contratado para retornar a La Paz. El viento levantaba tal polvareda, que había que usar los anteojos de nieve, no por la luz, sino para proteger los ojos del polvo. Mientras tomaba mi sopa miraba el altiplano infinito. Hay algo de hermoso en ese paisaje inmenso, rodeado de algunas de las montañas más bonitas del mundo. Pero también hay en él algo de patético efecto en no ver ni un árbol de horizonte a horizonte –no resisten las heladas-. Sólo en el altiplano uno se da cuenta de la dependencia psicológica que tiene de la presencia de árboles en el entorno. Sin ellos, uno se siente inseguro.
Así llegué a La Paz el sábado por la tarde cargando una gran frustración, la de no haber podido subir ni una cumbre en dos viajes. El año pasado por limitaciones físicas personales, este año por la ineficiencia de la compañía que escogí.
Llegué al hostal donde paro en La Paz, me bañé y me fui a un bar a dar cuenta de una Paceña –la cerveza local- y a escribir estas líneas que por tanto salen todas juntas, de una vez, en el tiempo que demora una tarde en irse y dos cervezas en vaciarse. Prometo no hacer corrección alguna al texto, dejándole así un aire de borrador flotando en su lectura. Esto lo hago para favorecer la tarea de los futuros analistas de mi obra. Así, comparando mis textos definitivos con este tendrán una visión más cabal del proceso creativo implícito en su elaboración. Ya imagino el título de la tesis –por lo menos de doctorado- que un universitario de Wisconsin elaborará sobre el tema: The making of a masterpiece: From draft to final in Sol Do. (El nacimiento de una obra de arte: Del borrador a la versión final en Sol Do). Tesis que será luego publicada por Cambridge University –en la época sólo se editarán e-books- y venderá millones de e-copias. Pues para entonces Pequeños textos completos será libro de texto obligatorio –no tanto como el Quijote, no quiero exagerar, digamos como Cien Años- y venderá más que último libro de Paulo Cohelo. Bueno, volvamos a la realidad.
Yo siempre me he vanagloriado de mi capacidad de viajar solo. Porque lo hice mucho hace años, he aprendido a hacerlo bien. Pero reconozco que me voy poniendo viejo. Ya no consigo subir cumbres, no resisto el frío del amanecer en la montaña sin tiritar, me apuno y, lo que es aún más grave, viajar sólo me resulta por momentos frustrante, lo que no ocurría antes. A este paso, poco falta para que no pueda viajar sin baño privado y ducha de agua caliente. Que espanto. La comodidad: el horroroso destino de la pequeña burguesía.
Ya dije que esta era narración sin correcciones así que tendrán que aceptar un desfazaje temporal. Había olvidado contarles lo que hice el primer día. La Paz está en el fondo de un valle, a 3500 msnm. Los españoles la fundaron allí para protegerse un poco del viento del altiplano. Con el tiempo, la ciudad ha ido extendiéndose hacia abajo y hacia arriba. Hacia abajo –llega hasta los 3000 msnm, o sea 500 abajo del centro, están los barrios pudientes, pues el clima es mucho menos ingrato a esa altitud. Para arriba están los barrios pobres. Primero se ocupó la ladera que da al valle y luego la parte de arriba, el altiplano mismo, dando lugar a una ciudad dormitorio, físicamente unida con La Paz, llamada El Alto. No hay un sólo turista en esa ciudad, pese a que abundan en el centro de La Paz, quinientos metros más abajo. Ni un museo, ni una tienda de artesanías, ni un restaurante. Es un barrio pobre donde viven los trabajadores de la ciudad de La Paz. A medida que se va subiendo ladera arriba, el paisaje cambia notoriamente. Primero se dejan atrás las calles con tiendas de tejidos y cerámicas para turistas, luego se entra en una zona de tiendas para locales, donde se venden pinturas, muebles, verduras y también objetos para los rituales aymaras, entre ellos fetos secos de llamas. Costumbre bárbara si las hay, que la primera vez lo deja a uno a punto de vomitar en la calle.
Las calles se van haciendo más pobres, más terrosas. Un señor se hace lustrar los zapatos mientras lee el diario, en lo que conforma una escena surrealista porque el viento y el polvo que vuelan son tales, que enterrarán el brillo de su calzado en minutos. Cuatro chicos juegan metegol en el medio de una ladera. Yo paseo con todo mi equipamiento fotográfico sin que nadie me importune, sin miedo y sin enfrentar ninguna patota amedrentadora de adolescentes violentos. Aunque no soy alto ni de ojos azules, mi condición de turista salta a la vista ya por el color excesivamente blanco de mi piel, ya por el logo North Face de mi campera.
Las callejuelas se transforman en escalinatas de cemento y finalmente simplemente en laderas de cerro. Los huecos que la geografía hace inevitables en este tipo de paisaje están llenos de basura y se sortean con inestables puentes que harían retornar al centro a los menos decididos.
Es fácil saber cuando uno ha llegado a El Alto. Esto ocurre cuando no hay más nada donde subir. A izquierda y derecha, la inmensidad del altiplano. Un mercado gigantesco, lleno de bocinas y ómnibus, que uno no veía desde el comienzo del ascenso inundan la escena. Por todas partes hay pequeñas estufitas donde la gente quema trozos de leña para protegerse del frío. En la subida paré a sacarle una foto a una mujer que revolvía un basural esperando encontrar algo comestible. Pensaba mientras sacaba la foto –con compensación de exposición por el fuerte brillo del fondo-, que para ser latinoamericano tiene uno tres opciones frente a la miseria enorme de nuestro continente. Esa miseria que hace que mujeres con niños en las espaldas hurguen los basurales como si fueran perros. Que hace que sus rostros arrugados hayan perdido toda capacidad de dar indicación sobre su edad. Que hayan perdido toda traza de femineidad. Hay, decía, tres formas. La primera es “Je m’en fous” o “ma’si”, o sea, a mí que carajo me importa, yo hago la mía, aparto a los pobres de mi campo visual con el codo o convoco al trajeado guardia de seguridad del shopping a que lo haga por mí.
La segunda es prenderle fuego al sistema, a la Guevara. Todas nuestras acciones son un acto de guerra contra el imperialismo, decía una pintada en el patio central de la Facultad de Derecho del Uruguay. La tercera alternativa es simplemente tomarse las de Villa Diego, rajarse al primer mundo, irse a un lugar donde entre uno y tanta miseria halla al menos 10 mil kilómetros de océano. Sé que me estoy ganando el odio de varios, tal vez de todos. Algunos los murmurarán para sí, otros, los más francos y osados lo pondrán en blanco y negro. Los demócratas y centristas de entre ustedes me condenarán por fomentar, de alguna manera, una salida guevarista o violenta al problema social del continente. Los guevaristas de entre ustedes –que los hay- me criticarán por poner en igual plano de validez la teoría revolucionaria del Che (nombre grandilocuente con que los guevaristas conocen al conjunto de ideas mesiánicas e incoherentes del rosarino) con el “cobarde” rajarse al Primer Mundo.
A los centristas de ustedes les digo que vean mi foto de la señora escarbando basura. O mejor aún, tomen un avión y huelan el olor a basura podrida que salía de las espaldas donde cargaba a su hijo. Y que me digan, si pueden, que ha hecho por ella la democracia representativa. Y no es que yo crea que el estado le debe nada, pero sí le debe una chance, una oportunidad de ella hacer algo por sí misma. Es claro que nunca tuvo ni tendrá chance alguna. Na minha terra, os pobres nao tem direito nem vez (En mi tierra, los pobres no tienen derecho ni oportunidad). Algo que le oí decir a un hombre pobre en Brasil una vez.
A los guevaristas les digo que lo lamento, que para ser revolucionario se necesita ser humanamente grande, y yo en ese campo juego más bien en el terreno de los pigmeos. Porque quiero llegar a viejo y conocer a mis nietos.
Termino estas líneas mientras atraviesan mi memoria los recuerdos de tantos viajes pasados. Pienso en aquellos de ustedes que aún tienen veinte años y me siento obligado a recomendarles que viajen antes de que sea tarde. En otras palabras, como tan hermosamente lo puso Serrat en Vagabundear:

Toma tu mula tu hembra y tu arreo,
sigue el camino del pueblo hebreo,
Busca otra luna,
Tal vez mañana,
sonría la fortuna.
Y si te toca llorar,
es mejor frente al mar.

Después, ya no es lo mismo, la cabeza a los cuarenta no está igualmente abierta a culturas diferentes. Hay un mundo allí fuera que sólo podrán conocer por vivencia propia. Claro que en modo alguno les estoy incitando a que larguen por la borda vuestros estudios formales y se lancen al mundo mochila en la espalda; flaco consejo les estaría dando en ese caso, pero hay tanta vacación cuando uno aún es estudiante… Como decían Pessoa, Caetano Veloso, la tapa de Marcha y Cristobal Colón –que parece haber sido el autor original de la repetida frase- Navegare necesse, vivire non necesse. Porque la educación formal nos da los imprescindibles códigos para entender donde estamos parados y no quedar, como los habitantes de El Alto, fuera de la globalización; la familia nos aporta valores, los libros nos enriquecen. Pero sólo viajar forma.

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