Expedición al Monte Roraima (3-2000)


Viernes 3 de marzo:
Salí de la oficina directamente para el aeropuerto. Salimos como a las 19.30 para llegar a Boa Vista –luego de sendas escalas en Brasilia y Manaos- a las dos y media de la mañana.
Conocí a los que serán mis compañeros durante la próxima semana, en el avión o en el aeropuerto de Boa Vista. Los datos sobre ellos que coloco a continuación no los supe todos en el primer día sino con el paso del tiempo, pero los pongo juntos para ordenar un poco la cosa. Una libertad literaria que le dicen. Son mis compañeros de expedición los siguientes:
Marcelo (31): el guía, de la empresa Brasil Aventuras, con sede en Belo Horizonte.
Claudia (36): Psiquiatra, de Belo Horizonte también. Es Directora Técnica de un hospital público de Psiquiatría de Belo Horizonte. Considerando su edad y el hecho de ser mujer en una sociedad que no es preciso conocer en detalle para imaginar machista, lo que ha alcanzado parece un logro profesional importante.
Marcelo (26): Periodista de San Pablo, está haciendo una nota sobre el estado de Roraima para el Jornal da Tarde. Hizo estudios de periodismo y de agronomía, pero no completó ni el uno ni el otro prefiriendo dedicarse a la práctica activa del periodismo.
Allessandra (32): Viene de Río de Janeiro. Tiene, junto con su familia, una empresa de distribución de alimentos hipocalóricos congelados. Hizo estudios de comunicación visual, de donde seguramente nació su gusto por la fotografía.
A eso de las tres de la madrugada llegamos muy cansados al hotel y nos fuimos inmediatamente a dormir.

Sábado 4 de marzo
Luego de desayunar salimos a pasear por Boa Vista. La ciudad es capital del estado de Roraima, uno de los más pobres de Brasil. El trazado urbano es obra de Oscar Niemeyer, el famoso arquitecto brasileño que a mí no me gusta nada. Entre otras obras, hizo la catedral de Río de Janeiro, la de Brasilia, el edificio del Congreso en esa ciudad, el Memorial de América Latina en San Pablo, museos en el Parque Ibirapoera en San Pablo y muchas cosas más. Para mí, Niemeyer es más un constructor de homenajes a su ego que otra cosa. Aunque creó los más famosos edificios de Brasilia, no es el autor del plano urbano de esa ciudad (que es de Lucio Costa), en cambio, sí realizó esta tarea en Boa Vista.
La ciudad tiene todo el aspecto de pueblo de pioneros, de pueblo del lejano oeste del siglo XX, de avanzada en la selva, por decirlo de alguna manera. Descansa sobre el Río Branco. En su plaza central, alrededor de la cual se concentran los edificios públicos, varios de ellos de típico estilo Niemeyer, hay una estatua al garimpero (buscador de minerales, minero independiente), ya que a él se debe buena parte de la escasa riqueza del estado. Aún al día de hoy, el garimpo continúa siendo la actividad económica más importante del estado.
Hay también un enorme Arco de Triunfo en versión moderna, exactamente igual al de La Defense, en Paris. Otro horror de Niemeyer, seguramente.
Roraima tiene 224 mil kilómetros cuadrados (es más grande que Uruguay que tiene 187 mil) y apenas 262 mil habitantes lo que se traduce en una bajísima densidad poblacional (1.11 habitantes por kilómetro cuadrado). Produce apenas al 0.11% del PBI del Brasil.
Como a las once de la mañana partimos rumbo a Santa Elena del Uarién, un pueblo ya del lado venezolano. Allí nos alojamos en una posada muy acogedora, propiedad de Pablo Artal, un artista plástico chileno radicado hace ya más de veinte años en la Gran Sabana y treinta en Venezuela. Su mujer es colombiana y sus hijos venezolanos. La posada está en las afueras de Santa Elena y tiene una muy linda vista de la Sabana. A lo lejos, se alcanza a distinguir la cumbre del Monte Roraima. Los cuartos son todos obra de Don Pablo, que es una especie de Páez Vilaró, artista sin formación universitaria en arquitectura pero que se ha interesado en construir viviendas poco convencionales. En este momento Pablo está comenzando una estatua de Bolívar que le encargó la Municipalidad de Boa Vista para su plaza central. Tendrá doce metros de altura y se construirá en bronce. Por ahora sólo está terminada la cabeza, en cemento, de la que tomé una foto.
El Monte Roraima es casi el punto más septentrional de Brasil. Digo casi porque estrictamente esta distinción es para el Monte Cabirú, mucho más bajo –1400 metros-, unos pocos kilómetros al este del Roraima. La latitud del Roraima es de unos cinco grados norte, o sea, poco arriba del Ecuador, que pasa entre Boa Vista y Manaos.
Cenamos en el taller de Pablo, rodeados de música instrumental, cuadros, potes de pintura y maquetas de las construcciones que Pablo tiene proyectado realizar en algún futuro.

Domingo 5 de marzo
Tomamos un agradabilísimo desayuno con abundante frutas y jugos y partimos en todoterreno rumbo a Paraitepuy, una aldea indígena a unos 85 kilómetros de Santa Elena del Uarién. La aldea es de la etnia Pemón, indios que hablan una lengua propia, derivada del karib, lo que indica su origen histórico: descienden de tribus que habitaban el litoral del Caribe y se trasladaron hacia el interior junto con los ingleses. Roraima quiere decir “piedra azul” en la lengua pemón.
El camino comienza en la oficina del guardaparques, donde hay una balanza que me sirvió para comprobar que mi mochila pesa quince kilos. Aproximadamente tres horas de caminata por terreno ondulado y con poco desnivel, nos permitieron llegar al Río Cuquenán, (o Kukenán, lo pueden encontrar escrito de una u otra manera, según el criterio que se use para transcribir al alfabeto occidental la lengua indígena) donde Randolfo tiene una casa. Randolfo es uno de los dos indios de la aldea que nos hacían de porteadores y guías locales al mismo tiempo (es obligatorio llevar al menos un guía local). Todos llevábamos mochila salvo Alessandra, que tiene un pequeño problema de columna y por tanto halló prudente contratar un porteador. El otro porteador fue contratado por Marcelo (guía) para llevar material de uso común, fundamentalmente comida.
Descansamos, sacamos fotos y preparamos la comida, o mejor dicho, Marcelo nuestro guía preparó la comida. La cocinilla nos dio algunos problemas –se apagaba cada pocos minutos- que nos hicieron temer que sucedería si esto se repetía en la montaña. Afortunadamente, el problema con la cocina no volvió a producirse más. Probablemente se debió a que era nueva y tenía alguna suciedad de fabricación en sus conductos. Marcelo (guía) tuvo el buen tino de traer un poco de coñac, lo que fue muy apreciado por todos.

Lunes 6 de marzo
Nos levantamos a las cinco y media, gracias al único reloj del grupo –el mío-. Todos dejaron sus relojes pensando que no los necesitarían. Craso error, un reloj en la montaña es fundamental para saber cuando uno debe levantarse, cuanto se ha caminado, cuanto se puede aún caminar hasta la caída del sol, etc.
La primera parte del día fue leve, similar al día anterior, pero la tarde fue bien exigente del punto de vista físico, ya que en esas hora se asciende verdaderamente a la cumbre, sorteando la impresionante pared vertical de aproximadamente cuatrocientos metros. De lejos, parece que será imposible escalar esa pared, pero hay una imperfección en la misma, una vía que permite el ascenso sin necesidad de escalar.
Llegamos a la cima como a las tres de la tarde. No tengo más remedio que repetir lo escrito ayer, ya que hicimos exactamente las mismas cosas: descansar, sacar fotos y preparar la comida.
A quien no ha visto un tepuy de cerca, es difícil describírselo. Es una meseta de lados casi perfectamente verticales, su superficie es plana y habitualmente muy grande. La del Monte Roraima tiene unos cuarenta kilómetros cuadrados (17 kilómetros de máxima dimensión en un sentido, seis en el otro). El Auyantepuy –donde está el salto del Ángel, que con algo más de 900 metros de caída es la catarata más alta del mundo- tiene 700 kilómetros cuadrados de superficie.
Sorprende ver la sumisión de Randolfo y Ricardo, nuestros guías indígenas. Siempre permanecen callados, aún durante la cena, a un costado, y no piden nada hasta que no les es ofrecido. Cargan más de veinte kilos cada uno usando unas rudimentarias mochilas que llaman Guayare, hechas con paja y madera. Tengo varias fotos de ese equipo y finalmente le compré a Randolfo su guayare, por lo que quien quiera verlo sólo tiene que venir a casa. Con tan primitivo equipo llevan más carga que la que llevamos nosotros en promedio, pese a que contamos con sofisticadas mochilas ergonométricas y regulables.
Tamaña sumisión, fruto de quinientos años de segregación, me trajeron a la mente aquellos versos mexicanos:

Se nos quedó el maleficio
De brindar al extranjero,
Nuestra fe, nuestra cultura,
Nuestro pan, nuestro dinero.

Pero si llega cansado,
El indio de andar la sierra.
Lo miramos y lo vemos,
Como extraño por su tierra.

Es así efectivamente. Uno se encuentra con un holandés por la calle y se desvive siendo gentil y ayudándolo a encontrar el lugar al que se dirige. En cambio, si encontramos un indio por ahí, poco falta para que lo ahuyentemos con una piedra, como a un perro. Son siglos de vivir ese desprecio por parte de blancos y mestizos que los lleva a esa actitud sumisa.
El primer occidental a avistar el Monte Roraima fue Sir Walter Raleigh en 1595. De su expedición salió el libro “Montaña de Cristal”. El primero a subir el Monte fue el botánico inglés Everard Im Thurn en 1884, por la senda que hoy conforma la vía normal. Arthur Conan Doyle, el escritor inglés más conocido como el autor de los cuentos de Sherlock Holmes, escribió un texto llamado “Mundo Perdido” inspirado en las crónicas de Im Thurn. Claro que Conan Doyle dio rienda suelta a su fantasía de escritor y hasta imaginó que los dinosaurios no se habían extinguido en las cimas de los tepuys. La altura máxima del Monte Roraima es 2875 metros y se alcanza en territorio venezolano. La altura máxima en Brasil es poco más de 2700 metros. El primer brasileño a subir fue el Mariscal Rondom, que a principios de siglo demarcó varias fronteras del Brasil, una especie de Perito Moreno brasileño. Todos estos ascensos fueron siempre por la vía normal, en el lado venezolano. Sólo en 1988, Makoto, un escalador brasileño consiguió subir por el flanco que da a Brasil. Hemos oído un rumor –salió en Internet- que los indios Macuxis, en el lado brasileño, conocerían una vía para ascender por ese lado, pero esto no está comprobado. No nos faltan ganas de investigar este punto y con Marcelo (el guía) ya comenzamos a darle vueltas a la idea. Hasta donde sabemos, seríamos los primeros en subir esa vía (porque como se sabe, los ascensos de los indios no entran en la historia escrita).

Martes 7 de marzo
Me levanté temprano y tuve la intención de tomar un baño en alguna de las múltiples lagunitas que rodean nuestro campamento. No pude hacerlo, pues todas ellas tenían fondo de barro y uno salía de ellas más sucio que lo que había entrado. Luego del desayuno y de la rigurosa sesión de fotos, partimos para el punto triple, donde se encuentran Guyana, Brasil y Venezuela. Este lugar está a unas cuatro horas de nuestro campamento. Me aseguré de dar una vuelta completa al monolito para tener certeza de haber pisado territorio de la Guyana, ya que es poco probable que algún día vuelva a ese país. El monolito en cuestión es una pirámide de tres caras y en los lados brasileño y venezolano cuenta con sendas placas identificatorias. No hay ninguna sin embargo en el lado guyanés. Y esto porque pese a que los guyanenses colocaron placa dos veces, los venezolanos las arrancaron otras tantas, como forma de no reconocer a Guyana soberanía sobre esa tierra, ya que Venezuela reclama toda la faja fronteriza como territorio propio (aproximadamente la mitad de lo que hoy es Guyana).
Después de almorzar, fuimos con Alessandra y luego con el grupo todo, a ver una agujero enorme, de unos veinte metros de diámetro, lleno de agua, en cuyo fondo hay cavernas inexploradas. Se trata de la naciente del Río Cotingo.
Esta fue la última visita del día y comenzamos el retorno al campamento. En el camino nos agarró una copiosa lluvia que nos dejó a todos empapados. Llegamos a las cuatro y media, nos cambiamos, nos secamos, preparamos té caliente y mientras se empezaba a poner a punto la cena, nacían también charlas y conversaciones que nos permitían conocernos un poco más los unos a los otros. Alessandra –que es separada- contaba que tiene una hija de ocho años. Los demás, son solteros y sin hijos. No hay duda que, cuando uno ha llegado a la mitad del camino de nuestra vida (como llamaba Dante Alighieri a los 33 años) y tiene hijos, el punto de vista del mundo en general muda bastante.
Cerramos la noche yendo a visitar el campamento de un grupo que conocimos en el paseo de la tarde. Esta formado por dos argentinos, un brasileño, una alemana y una francesa. Charlamos un rato largo sin luz alguna, ya que aquí esta prohibido encender fuego (si no lo estuviera, la escasa flora local desaparecería en pocas semanas).

Miércoles 8 de marzo
Hoy amaneció un día ideal para sacar fotos. No les he comentado aún que el grupo resultó muy aficionado a la fotografía. Marcelo (guía) tiene una Nikon FM1, Marcelo (periodista) una Nikon FM2, Alessandra una Nikon N50 y yo una Nikon N6000. El hecho que todas fueran Nikon nos permitió intercambiar lentes y accesorios. Alessandra llevó trípode, lo que todos agradecimos mucho.
Partimos a caminar como a las nueve. Paramos un largo rato en unos pozos muy bonitos donde varios tomamos un buen baño. Luego continuamos hasta el foso o barranco del lado que da a la Guyana. Lamentablemente estaba muy cerrado y no se veía nada abajo. Comenzó a llover. Yo había llevado mochila con impermeables para todos pero olvide el mío. Felizmente, Ricardo, uno de los guías locales encontró un refugio donde una piedra que sobresalía en forma de ménsula permitía quedar protegido de la lluvia. Allí permanecimos hasta que paró. Luego sacamos otra vez fotos y emprendimos el regreso. Pasamos por el Maverick, como se lo denomina –por la teórica similitud de su forma con el famoso auto- a un promontorio de unos treinta metros de altura y donde está el punto más alto del Monte. Llegamos al campamento justo cuando se largó una fuerte lluvia que mayormente conseguimos evitar. Fue un día liviano, desde el punto de vista de exigencia física, no más de dos horas y media de caminata.
La zona del Monte Roraima es una de las más antiguas del planeta, o sea, de las que adquirió hace más tiempo sus características actuales. Los tepuys se formaron como consecuencia de las tensiones en las placas continentales que aparecieron cuando América se separó de África. Esto ocurrió hace varios millones de anos. En tanto tiempo, el viento y la lluvia han tenido tiempo de desgastar profundamente la roca sedimentaria y por eso en la cima del Roraima pueden verse –con un poco de imaginación- piedras con forma de todo tipo de animal o persona. Esto, y la escasa vegetación que consigue crecer en un paisaje pobre en tierra y rico en piedra y agua, le da al entorno un aspecto lunar o algo así.
Yo pensaba antes de subir, que la cima del Roraima era como un balcón proyectado hacia la selva, y que desde el vería un inmenso manto verde del que saldrían aquí o allá, pájaros de todo tipo para ir a desaparecer sumergiéndose en otro rincón de la selva. Con la altura que tiene el Roraima, para distinguir un pájaro allá abajo, el susodicho debería ser del tamaño del Concorde, más o menos. El Roraima limita con la selva tanto en el lado Guyana como en el de Brasil, pero en el lado venezolano toca con la Gran Sabana. O sea, el macizo separa selva de sabana.

Jueves 9 de marzo
Hoy es día de descenso. Nos levantamos a las seis para terminar saliendo a las ocho, luego de desayunar, desarmar las carpas y preparar las mochilas. No había una nube en la base del Monte y podía distinguirse la selva con claridad. Pusimos una hora y media hasta la base de la pared vertical, y luego otra hora y media, por terreno más ondulado ahora, hasta el Río Cuquenán, donde está la casa de Randolfo y donde habíamos acampado en el ascenso. Randolfo nos convidó con un vaso de cachere, una bebida alcohólica que su familia misma prepara y que se produce mediante la fermentación de yuca (batata dulce) y papa.
Tomé un baño con jabón –de glicerina, por motivos ecológicos- en el río, el primer baño en serio desde el comienzo de la expedición. Armamos nuestras carpas en las proximidades de la casa de Randolfo, lo que nos dio la oportunidad de apreciar la vida cotidiana de su familia en detalle. Todos andan descalzos, con ropas “occidentales” viejas que probablemente les regaló alguna vez algún turista. Un niño de no más de un año y medio –aún caminaba con paso incierto- jugaba con un machete de cuarenta centímetros de hoja, pasándoselo por el cuello. Esto no parecía preocupar a la mujer adulta que estaba a su lado. Un adolescente de no más de once años entra con una vieja y primitiva carabina que Randolfo usa para cazar venados y otros animales. Charlé un rato con Randolfo. Me contó que cuando no está guiando turistas, cuida su huerta –de subsistencia- en la aldea. Dice que lo único que precisa adquirir del mundo exterior es carne, la que compra en Brasil porque es más barata. Aparte de eso, una pala, un hacha, una ropa de tanto en tanto es todo lo que necesita del resto del mundo.
Los tres hijos mayorcitos de Rondolfo –adolescentes todos- salieron a ultima hora de la tarde a pescar con cañas y lombrices. Doy una lenta vuelta alrededor de la casa. En el piso de tierra seca y apisonada hay un hacha, una pala sin mango, un colador para pescar (de no más de 12 centímetros de diámetro en su boca, se imaginan la habilidad que se requiere para pescar con ese instrumento), leña, algunos potes de metal, madera y plástico.
Se va la última luz, la familia enciende el fuego y se junta a su alrededor. Otro tanto hacemos nosotros en torno a nuestra cocinilla. Dos mundos diferentes que se tocan sin entrar en comunicación franca.
Tres perros rodean la escena, los tres terriblemente flacos. La casa es una única habitación de adobe y palo, con pocas ventanas que están tapiadas, con ninguna otra luz que no sea una vela. Allí duermen todos. La vida que transcurrió alrededor de la fogata, los rostros ocasionalmente iluminados por la luz rojiza del fuego, daban para varias estupendas fotos. No me dio el coraje para sacar ninguna, sin embargo. Yo me inhibo mucho al fotografiar personas que no tienen familiaridad con cámaras. Felizmente Marcelo (guía) sí sacó fotos, le pediré copias. Protegidos de la lluvia por la galería de la casa de Randolfo, charlamos de mil cosas, de las aventuras de Shackleton, de Scott, de Messner, de Admunsen. Me enteré con agradable sorpresa que Marcelo (periodista) conocía la obra de personas como Vargas Llosa, Kurosawa y García Márquez, lo que en estos tiempos mediáticos es cada día más una rareza.
Como ni Marcelo (guía) trajo papel higiénico para todos pensando que cada uno traería el suyo, y Marcelo (periodista) no trajo porque pensó que lo haría su tocayo, estos días compartimos lo que yo había traído. Hoy se acabó y ya tuve que hacer uso de hojas de este diario (felizmente, por ahora hojas en blanco).

Viernes 10 de marzo
Durante la noche llovió muchísimo y el río creció considerablemente. En medio de la madrugada, pasó como un rayo una tromba de agua por el río. No alcanzó a despertarme a mí pero sí a los demás. Cometimos un error importante: dejar el cruce del río para el día siguiente. Cuando uno llega a un río, si es posible cruzarlo, lo mejor es pasar al otro lado. Uno nunca sabe como estará al día siguiente.
Luego de muchos conciliábulos, de pensar y repensar la cosa, decidimos hacer un intento de atravesar. El primero en intentarlo fue Marcelo (guía) sin éxito. Luego intentó Randolfo, también sin suerte. Hubo que esperar. El río descendía lentamente –estimo que quince centímetros cada dos o tres horas- pero era evidente que aguardando más no se solucionaría el problema, es más, podría empeorar si volvía a llover. Y había nubes en la naciente del río. Yo me ofrecí para hacer un tercer intento pero Marcelo (guía) lógicamente decidió tomar sobre sus hombros esa responsabilidad. Habíamos conseguido dos tramos de cuerda que unidos llegaban a la mitad del río. El cauce tenía unos 25 metros de ancho y una corriente muy fuerte. Además, el fondo es de piedras redondeadas y cubiertas de musgo, lo que hace sumamente difícil asegurar el paso.
Esta vez Marcelo (guía) consiguió llegar a una pequeña isla donde aseguró la cuerda. El puente estaba tendido. Pasé yo primero y luego Marcelo (periodista). En ese momento yo quise atravesar la segunda mitad, que parecía más fácil que la primera, sin cuerda. Perdí pisada y estaba con mi mochila de quince kilos en la espalda. Felizmente, Marcelo (periodista) rápidamente manoteó mi mochila y consiguió retenerme. De no haberlo hecho, probablemente hubiera caído en una cascada que estaba no más de medio metro aguas abajo. Aún había una chance que era agarrarme al mosquetón que sujetaba la cuerda a la piedra donde estaba Marcelo, pero no es seguro que hubiera podido hacerlo. La caída era de poca altitud –otro medio metro- pero seguramente me hubiera hecho perder toda chance de recuperar el equilibrio. Lo que me hubiera podido pasar, caído, sin equilibrio, en el medio de un río caudaloso y con mochila en la espalda, felizmente podemos sólo imaginarlo. Tal vez no estaría escribiéndoles esta reseña.
En el movimiento rápido que debió hacer para agarrarme, Marcelo (periodista) perdió el mosquetón que usábamos para que cada uno que tenía que atravesar se amarrara con seguridad a la cuerda puente. Así que Alessandra y Claudia debieron llegar hasta la isla sin esa seguridad, la que fue suplida por Marcelo (guía) que las agarró firmemente de los pantalones mientras atravesaban.
A todo esto, mientras nosotros pasábamos por esto, unos metros más abajo Randolfo atravesaba el río, solo y sin cuerda ni seguridad de ningún tipo. Desde la isla repetimos el procedimiento hacia la otra orilla, –esta vez el que cruzó primero sin cuerda fue Ricardo, al que se le unió Randolfo que ya estaba del otro lado- y luego todos nosotros. Cruzamos con las botas puestas, por seguridad, así que todo el resto del camino lo hicimos con los pies empapados. Para encontrar un lugar apropiado para cruzar remontamos el río unos cien metros aguas arriba, tramo en el que, del otro lado, se le unía un afluente. En resumen, debimos luego también cruzar el afluente para retomar la senda, pero esto se hizo tranquilamente y sin cuerda. Diez minutos después, cruzamos el Río Tec (o Tek), último obstáculo y que tampoco presentó dificultad alguna. Desde allí, fueron dos horas y cuarenta y cinco minutos bajo un sol fortísimo y una temperatura de desecar lagartos, hasta la aldea de Paraitepuy. Allí le compré el guayare a Randolfo (su mochila de paja).
Una camioneta nos llevó a la posada del chileno, donde nos bañamos, comimos en gran forma y luego nos fuimos a disfrutar de un merecido descanso.

Sábado 11 de marzo
Me levanté a las seis de la mañana, como siempre, aunque hoy no había necesidad alguna. Vi las luces del pueblo de Santa Elena desaparecer con el sol y escuché los pájaros dar la bienvenida al nuevo día. En el desayuno compartimos esta vez la mesa con un señor amigo de Pablo. Unos pocos minutos de conversación fueron suficientes para percibir que se trataba de un hombre de vasta cultura. Era el director provincial de Salud y Acción Social, reportando directamente al Ministro de esa cartera. Había tenido varias entrevistas personales con Chávez, el ex teniente coronel y ex golpista, hoy presidente de los venezolanos. Como corresponde a un funcionario que ocupa tan alto puesto en el escalafón, era muy oficialista. Yo me cuidé muy bien de no manifestar que Chávez está muy lejos de ser santo de mi devoción, pero hice muchas preguntas para enterarme de la situación social, del nivel de analfabetismo, etc.
Volvimos a los cuartos, recogimos toda la ropa que habíamos desparramado para que se secara, y tomamos la camioneta a Santa Elena. Dimos cuenta de unas merecidas cervezas –las primeras en una semana– y volvimos a Boa Vista, a cinco horas de auto.
Descansamos a la vera de la piscina en el hotel de Boa Vista, hasta que se hizo la hora de cenar. Fuimos a comer pescado a un hermoso restaurante sobre el Río Branco. La temperatura estaba alta, pero no molestaba, más bien agradaba. Comimos Dorado –un pescado muy común en la provincias del litoral argentino- y Filhote, que no sé lo que sea. Sin exagerar, creo que fueron los dos pescados más sabrosos que probé en mi vida.
El avión salió a la una de la mañana. Marcelo (periodista) y yo vamos hasta San Pablo, los otros bajan en Brasilia donde hacen conexiones. La expedición ha llegado a su fin. El grupo resultó muy piola. Pensemos que éramos hace una semana cinco completos desconocidos, nadie conocía a nadie. Quien se anota para una experiencia como esta, sabe que deberá ser abierto, tolerante, mantener una dosis de humor y soportar molestias y fatigas. Nadie dejó de cumplir estos requisitos.
Ya en el avión, pienso que la semana que viene voy a estar abriendo una conferencia en un lujoso hotel céntrico de Londres y no puedo evitar recordar, no sin cierta satisfacción, aquellas palabras que Arthur Miller puso en boca de unos de sus personajes en Heredarás el Viento:
En mí se juntan el Ecuador y los polos, sin zonas tórridas intermedias.

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