Volcán Lanín, Patagonia argentina (4-1999)



El viaje comenzó el miércoles de Semana Santa. Salí de casa a las cinco y media de la mañana, un taxi me llevó a Guarulhos, el aeropuerto internacional de San Pablo y un avión a Ezeiza, el ídem de Buenos Aires. Un micro me trasladó a Aeroparque, el aeropuerto de cabotaje desde donde tomé un avión a Neuquén, en el sur argentino. En Aeroparque encontré a Félix Luna, creo que fui el único que se acercó a pedirle un autógrafo. Como no tenía a mano ningún libro de su autoría, me firmó una foto del diario de bombardeos en Kosovo. Historia es, sin duda.
En Neuquén me fue a buscar al aeropuerto Alberto de Urieta, el hombre de Philip Morris en esa región del país, quien luego de convidarme con un café en las oficinas, me llevó a la terminal de ómnibus donde tomé una camioneta a San Martín de los Andes. El pasaje terrestre, así como el hotel en San Martín me lo había reservado Alberto, sin cuya gestión este ascenso al volcán nunca hubiera tenido lugar.
La camioneta salió una hora y media tarde, porque habían vendido cuatro pasajes más que la capacidad del vehículo. Llegué a San Martín a las dos y media de la mañana del jueves, dormí en el Hotel Caupolicán y a las 11 de la mañana estaba en la puerta de la Dirección de Turismo, lugar y hora donde habíamos quedado en encontrarnos con el grupo.
Cabe aclarar a esta altura que el grupo con el que estaba por compartir la aventura lo conocí por Internet, no habiendo visto personalmente nunca antes a ninguno de ellos. Detallemos un poco las características del grupo: en total éramos seis, el guía, Sebastián, un muchacho que lidera excursiones al Aconcagua con 19 ascensos a cumbre sobre sus hombros, su novia Paula, un guía auxiliar, Gonzalo que trabaja con él y dos franceses, Olivier y Anne –un matrimonio joven- que habían subido con ellos el Aconcagua en enero. Todos entre veinte y treinta años de edad. En resumen, un grupo de jóvenes atléticos y con experiencia seria en montaña. Donde te metiste Berni, estarán pensando ustedes y fue el pensamiento que cruzó por mi cabeza en ese momento, luego de las protocolares presentaciones.
El resto del día jueves lo dedicamos a alcanzar la base del volcán, a la que se accede desde Junín de los Andes, un pueblo a 40 kilómetros de San Martín. Acampamos allí y tuvimos la primera, impresionante imagen de la hermosa montaña que encararíamos.
Yo aprecio los volcanes aún más que las montañas comunes. Aunque estas últimas suelen ser más altas, están habitualmente rodeadas de otras montañas de similar altitud, lo que disminuye su imponencia o su destaque. Los volcanes se elevan por lo general solos, entre cerros o elevaciones bien menores, lo que los hace más llamativos.
El Lanín, -volcán extinto en la lengua autóctona local- tiene 3776 metros sobre el nivel del mar (en adelante msnm) y la base esta a 1100 msnm. Es llamado el Fujiyama argentino, y muchos lo consideran la más hermosa montaña del país.
El día viernes lo dedicamos a subir hasta el refugio ubicado a 2350 msnm. Nos tomó tres horas y media, obviamente cargando las mochilas. Por ser Semana Santa, el refugio –uno de los tres que hay en la montaña- estaba bien poblado, éramos doce personas en total. Quien no ha dormido en un refugio de montaña desconoce el amigable hacinamiento que allí se vive. Doce personas apretándose unas a las otras, matando el frío y el hambre, contándose sus historias, compartiendo sus pasados e idiomas, sus fideos y su arroz. Antes que se hiciera la noche salimos a buscar nieve para fundir y tener agua para la cena.
A esta altura del partido, yo había aprendido varias cosas sobre mis compañeros. El grado de intimidad que se tiene en una experiencia de este tipo es tan alto, que un día se alcanza a percibir la entraña de las personas. Los franceses me cayeron francamente mal. Munidos del mejor equipo de alta montaña que el primer mundo puede ofrecer –lo habían comprado para ir al Aconcagua en Manhattan y París-, no compartían nada con nadie. En la montaña, sacar la cantimplora, el protector solar o una barra de alimento y no ofrecer, es chocante.
El sábado nos levantamos –mejor dicho yo levanté a todos como es habitual- a las cuatro de la mañana y luego de un frugal desayuno partimos a las cinco, dos horas y media antes del amanecer. Allí me di cuenta lo primitivo, ridículo y tercermundista que era mi equipamiento comparado con el de todos.
No entraré en detalles técnicos que no interesarían a los no montañistas – o sea a todos ustedes- baste decir que mis ropas no abrigaban, no secaban, y me hicieron hasta tiritar mientras miraba el horizonte pidiendo a Dios que el sol saliera de una vez por todas para quitarme el frío que me estaba entumeciendo.
Como es de práctica, hicimos la subida a cumbre con mochila de ataque, o sea, cargada con lo mínimo –agua y alimentos básicos- dejando el grueso del equipo en el refugio. El ascenso no es técnico, o sea no requiere técnicas de escalada, sólo coraje y estado físico. Pero mucho de ambos. Fue mortal, por momentos creí que no llegaba o que no podría aguantarle el ritmo al grupo. Pero mula de carga como soy, llegamos todos a destino, al cabo de seis horas y media desde el refugio.
Había prometido llevarle a un amigo una piedra de la cumbre, pero no fue posible porque la cumbre es una masa de hielo. Íbamos con botas dobles –de plástico- y grampones por lo que no había problema en caminar sobre hielo. Arriba hacía entre menos cinco y menos diez grados centígrados. Estuvimos media hora, hicimos las típicas fotos de cumbre, individuales y grupales. El Lanín es limítrofe, así que como di una vuelta a la cruz que corona la cima, puedo decir sin faltar a la verdad que estuve en Chile.
Pensándolo bien, todo esto debe parecerles incomprensible: gastar tanto tiempo y dinero, pasar frío horroroso, cansarse hasta el limite, todo para pasar media hora chupando frío arriba de una montaña. No intentaré hacerlo comprensible, hay cosas que están en cada uno, hay pasiones no racionalizables. Quien sube montañas, me entiende, el que no, no conseguirá entenderlo por mucho que me extienda intentándolo.
Descendimos en menos de tres horas al refugio. Allí empacamos el equipo que habíamos dejado atrás, descansamos una o dos horas, comimos. Los franceses, para variar, agotaron el pan, el salame y el queso y para mi no sobró casi nada, le ponían cuatro y hasta cinco fetas de queso a cada sándwich, sin mirar cuantos faltaban aún por servirse.
En esta parte del descenso empecé a tener algún problema. La primera mitad, hasta el refugio, la hice a la velocidad de los guías. La espalda me dolía y pasaron varias horas hasta que me di cuenta que se había aflojado totalmente una espaldera de mi mochila. Esto es como pinchar una goma y seguir dirigiendo cien kilómetros, muestra de lo tonto que soy.
El final del descenso implica cruzar un gran playón de lava volcánica. Cuando yo estaba por ingresar a él, vi al grueso del grupo próximo a su salida, y a Anne la francesa en la mitad del playón. Calculé que Anne tomaría media hora más que ellos y yo otra media. A los pocos minutos, algo inesperado. Anne, en lugar de continuar descendiendo, sube, desvía y encara playón arriba. Intento hacerle señas que estaba andando en la dirección equivocada, pero sin éxito. Ni el guía que bien había cobrado por su trabajo ni su marido estaban a la vista. Para peor, la veo sentarse y no moverse más. Por muy cansado que yo estaba y por muy antipática que fuera la franchuta, no podía dejarla en esas condiciones, así que tuve que desviar e ir a buscarla, tarea para la que dos hombres del grupo tenían clara responsabilidad determinada, uno por lo que cobró, otro por el cura o el juez. Cuando la alcancé me dijo que no era nada, que simplemente estaba extenuada y necesitaba un descanso prolongado. El desvío lo había hecho para buscar agua de un río, ya que el precioso líquido se nos había acabado a todos.
De ahí en adelante seguimos juntos. Perdimos la salida hacia donde estaba el auto y continuamos playón abajo, caminando. Nos sabíamos perdidos del grupo pero en modo alguno nos desesperamos, porque comprendimos que siguiendo el río aguas abajo, tarde o temprano llegaríamos a un camino o a la casa del guardaparque. El paisaje era hermoso, de no haber sido que estábamos en pie y caminando desde las cinco de la mañana, y que eran las siete de la tarde.
El río terminó cruzando un camino donde al rato nos recogió la camioneta del guía. Lo insulté en cuatro idiomas. Fuimos a Junín de los Andes, donde la francesa quería –muy comprensiblemente- dormir en un hotel o posada. Pues el guía quería acampar y preparar –otra vez- arroz en los calentadores. Viendo que la cosa iba a terminar en un dialogo ríspido y una ruptura irreparable, concilié posiciones y convencí a la francesa de acampar y al guía de comer en un restaurante, como Dios manda después de semejante odisea. El guía era claramente incapaz de entender las necesidades y motivaciones de tres personas que vienen de Buenos Aires –los franceses- y de San Pablo para este ascenso. No era mala voluntad, simplemente no era capaz de comprender.
Al otro día, sábado de Semana Santa, tomé un ómnibus a Neuquén. Adivinaron, también vendió más pasajes que asientos por lo que llevó diez personas de pie en un viaje de seis horas, lo que además de incómodo es ilegal.
Llegué a Neuquén, sucio, hambriento, cansado, con mi mochila al hombro como único equipaje, de noche, sin conocer a nadie en la ciudad y sin reserva de hotel alguna. Esto hubiera desesperado a más de uno, pero no a mí. Por el contrario, sentí una agradable y familiar sensación. Los buenos viejos tiempos están de vuelta, Berni, pensé para mi entretela, recordando las tantas veces que pasé similar situación en Perú, México, Austria o Bélgica.
Y llega el fin de este relato. Hoy es domingo cuatro de abril de 1999, son las diez de la noche y estoy cenando una milanesa napolitana con cerveza en un bodegón de Neuquén, frente a la infaltable estatua de San Martín, que diestra erguida al frente nos invita, imagino, a atravesar los Andes y sobre la también infaltable Avenida Nueve de Julio. Mañana vuelo a Buenos Aires y de allí a San Pablo.
Un placer compartir a la distancia este momento con ustedes –magia de la escritura, permite ese compartir fuera del tiempo y del espacio físico-. Un placer subir montañas, un placer escribir.
En la plaza de enfrente, perfectamente visible desde mi mesa cuidadosamente elegida frente a los ventanales del modesto restaurante, hay un panel de los que se usan para colocar carteles publicitarios. Este no es exactamente como los otros. El afiche está en blanco y negro y contiene casi exclusivamente la foto de un hombre joven. Lo firma la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA). El rostro, la foto, está en la memoria de todos los que vivimos la Argentina en 1997. El epígrafe intenta combatir ese fuerte defecto de los pueblos –no sólo el argentino-, que es la falta de memoria, la facilidad con que se olvidan las cosas.
No se olviden de Cabezas, dice al pie.

1 comentario:

Unknown dijo...

Bernardo,

Me llamo Juan Manuel, mi papá Jorge Loza me comentó de tu página.
Recién entro y lo primero que hice fue leer tu experiencia en el Lanín, ya que pretendo junto a mi primo y un amigo hacer cumbre en verano 2008.

Me gustó mucho tu relato, y por lo poco que vi tu página. Seguramente tenga muchisimas preguntas que hacerte sobre el tema, como que entrenamiento físico necesitás (nosotros planeamos entrenarnos todo este año).

Por favor decime por que medio canalizar las preguntas, igual falta todavía, no hay prisa.

Muchas gracias Bernardo y felicitaciones por el blog.

Juan